Todos los días tengo comida. Tengo una casa y mi única obligación es asistir a la escuela. Después de las tareas puedo tener hasta 4 o 6 horas diarias de ocio que puedo invertir en lo que me plazca. No tengo que trabajar, ni para ganar dinero ni para generar mis alimentos. Todo lo tengo. Y no es gratuito. Yo no he pagado el precio, claro, lo han hecho mis padres. Y al mismo tiempo, el lugar que ellos ocupan en la sociedad, lo han pagado otras personas, como campesinos, transportistas, obreros. Yo no podría estar aquí si no existieran cientos de personas cuidando de la tierra o los animales para producir la comida que consumo, o si no existieran los que transportan esa comida, o si no existieran los que hicieron mi mesa y mi silla.
Es más duro reconocer las desigualdades sociales cuando tú te beneficias de ellas. Y es gracias a todo ese trabajo ajeno, mal pagado, por cierto, económica y socialmente hablando, que yo gozo de estas comodidades. Y el día en que aquel esfuerzo lejano tenga un impedimento para llegar hasta mí, ¿qué voy a hacer? ¿cosechar mi propio jitomate? ¿matar a mi propia gallina? ¿ensuciarme mis propias manos? Claro, aunque ¿por qué esperar hasta aquél momento cuasi-apocalíptico para cargar con mi propio peso?